viernes, 9 de septiembre de 2011

Última piel

Última piel





Guillermina Brasseur



Su marcha le da un aspecto como de pájaro, porque leve es su pisada diferente. No es como la de las demás mujeres que recorren a diario la costanera. Tampoco la amplitud de su mirada es igual. Se da tiempo para que ese suave latido azul sobrevuele abarcándolo todo, pausadamente, como amplia pollera de seda que ondea sobre el paisaje. En cambio, su corazón le marca un tiempo inusitado, de diálogo secreto. Con su marcha asimétrica y una sonrisa en los labios, pone sus ojos en la vastedad del horizonte.

Hace dos años que sus palabras son balbuceos y reaprende a vivir a pesar de todo. Con cincuenta y cuatro años en su cuerpo y alma, atravesó incomprensiones, miedos, soledades, infiernos, escuchando comentarios sin poder articular frases coherentes.



Se recuerda niña de piernas flacas y mirada acuosa. Feliz. Y a la escuela, en la que aprendía todo lo que le enseñaban, con una alegría de alas y guardapolvo almidonado, las tertulias con los vecinos, los buenos modales, el club de su barrio donde patinaban con valses vieneses, los domingos de misa, los desfiles del veinticinco, la bandera que portaba…Luego, adolescente, en la escuela Normal. Revive su juventud y paisajes de ideas, que quebraron viejas estructuras, recordando su militancia por las causas populares, su vehemencia en la lucha. Todo recuerda mientras camina…



Lo encontró caminando. Alto, moreno, con su andar algo desgarbado y mirada ansiosa. Él la miraba preguntándose por aquella chica de veinte años de la que estuvo prendado. No podía creer lo que estaba viendo. Entonces pregunta: -¿Cómo estás, cómo te sentís?

Y ella, con monosílabos contesta lo que puede, embargada por la emoción.

Él lee su mirada, toma la palabra y completa sus pensamientos con frases que ella no puede verbalizar. Le coloca en sus oídos, tiernamente, unos pequeños caracoles desde donde surge una bellísima música cantada por Pavarotti, y la furtiva lágrima deja de serlo. Tina está agradecida, le brillan sus ojos, le cosquillea el vientre, y prorrumpe en sollozos de alegría. Se abrazan fuertemente, por un rato. El río le trae mensajes ciertos de esperanzas recién nacidas.



(…Sin duda este instante significa un oasis en el desierto de su vida. Qué paradoja este oasis y la ofensa de un hijo).



Desde aquel momento en que vio la luz en su nueva vida, no dejó de pensar en él y tener una razón para vivir. Ni su marido, ni sus hijos le aportaban la felicidad de pensar en cada encuentro, temprano de la mañana, dos veces por semana.

Y para cada uno de ellos se arregló. Mejoró su aspecto, preparó su ropa, puso más lisa y fragante su piel, se miró en el espejo…

Los encuentros al principio, fueron diálogos profundamente amorosos. Su problema en el habla no fue impedimento para la más hermosa de las comunicaciones.

Renació, rejuveneció, se sintió de nuevo como una niña frente a la inmensidad.

Un día en el banco de la costanera, él le propone seguir conversando en otro lugar, propuesta que acepta. Sube al auto.

Hacía tantos años que no iba. Recuerda que lo hizo con su marido, antes de casarse.

Transpuesta la puerta de la habitación, se funden en un cálido beso, distinto a los que habían tenido hasta ahora.

Él le dice:

-Tanto tiempo, Tina. Hace más de treinta años que tenía ganas de hacerlo.

Navegó su barca en un éxtasis vago. Acarició con su mano derecha todo el cuerpo de Enzo. Llegó emocionada a su miembro viril, que despertó como un dios olímpico, pleno. Sintió al Príapo más que en su juventud.

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Durante esos meses habitó el azul. Aleteó con su brazo izquierdo reverberando el aire, amó, y por fin bebió cada una de las letras de su nombre. Recitó con su pensamiento, todos los poemas…

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A veces el amor clandestino, y muchas, la soledad, y su paso desigual por la costanera.