martes, 29 de diciembre de 2009

Yo, no tengo letra

Yo, no tengo letra
A Teresa Caula

La madre de Panchito Isla y su hijo habían dejado su patria chica para habitar el interminable tinglado provisto por el gobierno después de la inundación, donde vivían los refugiados.
Encinta y con otro niño de la mano, lo acompañó a la escuela.
- M’hijo, aprenda a leer y a escribir, para no sufrir tanto, como una. Pórtese bien.- Le dijo al despedirse, y le dio un beso.
El niño alargó los ojos hasta que su madre fue un bultito azul. Allí quedó añorando aquel universo de la isla, que se le aparecía tan lejano y tan presente: su caña de pescar, todas las aves, ese cielo y la playa donde sus pasos habían dejado la impronta de pies chiquitos.

El año escolar fue pasando sin sobresaltos. Todos los días se izaba la bandera, sin que las maestras pusieran emoción alguna al hacerlo. Pasaban a las aulas y acuñaban en sus cuadernos las primeras letras, fuera de los renglones, hacia arriba o hacia abajo semejando graciosos caminos de hormigas.
Después venía la hora de matemática en la que se enseñaban los números, esa abstracción que nunca tuvo el más mínimo anclaje en la realidad, que jamás partió del contexto, y que lógicamente para muchos chicos nada significó.

Por suerte el olor a guiso indicaba el fin de la jornada. Los jugos bucales empezaban a fluir. En el comedor los platos de lata y el agua bienhechora eran servidos a las doce.
Terminaban de comer y se iban a sus hogares.

Panchito salía de la escuela dando saltitos y chiflando un aire de chamamé. Cuando llegaba, su madre le preguntaba siempre cómo le había ido, mientras se solazaba mirando los dibujos de peces, ranitas, bichos, árboles con flores rojas y hasta un corazón resplandeciente, en el cuaderno único.
Lo cierto es que era imposible aprender a leer y escribir.

Pasaban en la escuela las horas monótonas, mientras la señorita llenaba registros con datos para quién sabe qué oscura oficina de oscuros funcionarios que jamás se interesarían por los niños repitientes de carne y hueso, ni por los pobres, y menos por los negros.

Un buen día viene la orden del Consejo, con la taxativa recomendación de que, para evitar tanto fracaso escolar, se debían aclarar las pautas de evaluación.

La directora llamó a los padres a la escuela, tal como rezaba la carta que una vecina pudo leerle con dificultad. ¿Los padres? Si ella estaba sola, con dos chicos a cuestas, uno en camino. Su marido había muerto electrocutado cuando las aguas subieron.

Sentada en un banquito junto al pupitre de su hijo, la madre de Panchito hacía un rato que esperaba. Había sido la primera en llegar. Su panza estaba tirante, tirante.
- Señora, lea por favor y fírmeme aquí. Son los criterios que vamos a tener en cuenta para la evaluación. Si el niño no logra alcanzarlos, deberá repetir el grado.

La madre de Panchito hizo un garabato, mientras miraba lo que a su juicio era un montón de insectos despatarrados en la hoja del cuaderno con forro azul tela de araña plastificado.

- Sí, señorita –dijo, y pensó “si Dios quiere, éste que está viniendo ahora, también va a aprender a leer, para no sufrir... Yo, no tengo letra.”

Tuvo que separar las piernas porque un agua clarita bajaba caliente.

Guillermina Brasseur

martes, 22 de diciembre de 2009

Fruta pohibida

Fruta prohibida





Escribir, dar sentido a las palabras, pareciera posible, cuando esa música audible alcanza la cúspide del sentimiento, y temblamos…



Más difícil es escribir cuando todo aquello que asimos con tanta emoción se va desgajando pétalo a pétalo.

Como aquellas estrellas que tanto brillaron y fueron empañándose, ante la certeza de la imposibilidad, que se ha trocado en mueca resignada de madurez.



Concluimos diciendo que era mucho más vital esa casi adolescencia del sentir sin reparos, para recordar como Violeta, que era mejor ser “tan frágil como un segundo, como un niño frente a Dios”...



Seguramente volveremos al origen, “pero ya no estaremos desnudos”…



La hoja de parra tapará las vergüenzas de un Adán triste que no correrá por el paraíso…Y una Eva tan sensata, que con aprensión va a pensar en la manzana como la fruta prohibida.



A 25 de marzo de 2007

Guillermina Brasseur

viernes, 11 de diciembre de 2009

Sólo tengo una certeza

Sólo tengo una certeza

La certeza que yo tengo
como de verde brillante
está en hojas de aquel sauce
como mi alma vibrante.

Siento la siesta en mi oído:
la chicharra del estío
coplea en el espacio
donde aleteara el río.

Trémula reverberaba
una tierra de incertezas,
pulida como metal
sólo tengo esa certeza.

Puedo decirle al mundo:
disfruto de haber nacido,
aspiro en la resolana,
y echo un cósmico suspiro…

En verano, diciembre de 2006